A medida que la esfera de lo religioso-trascendente fue apartándose de lo público como consecuencia de la secularización, surgieron nuevas formas de culto hacia lo exclusivamente mundano, cuyo fin escatológico quedaría contenido dentro de los confines del tiempo y del espacio. El Estado, convertido entonces en la nueva deidad de lo político, concentra ahora la promesa de la salvación en manos del orden temporal, conservado sin embargo la esencia teológica, ahora secularizada, de una voluntad eficiente que administra todos los pormenores de la existencia humana. Las religiones políticas, nacidas al albur de la Modernidad, ocuparán por tanto el espacio que la vieja religión tradicional había dejado desierto, dirigiendo al individuo mediante sus propios dogmas, ritos y profetas, hasta un nuevo estado civilizatorio libre de las rémoras metafísicas pretéritas. Una suerte de paraíso secular en la tierra en el cual la humanidad deberá ser definitivamente redimida a través de la ideología y la fe en el progreso
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