La Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 tuvo el mérito de introducir el principio de que los derechos de los niños, niñas y jóvenes merecen gozar de una doble consideración. En primer lugar como titulares de derechos que les son reconocidos a todo ser humano y les corresponden por el mero hecho de serlo, de forma que ya no pueden ser considerados objetos pasivos de protección del Estado y de los progenitores. En segundo lugar, los niños, niñas y jóvenes son acreedores de una especial consideración, cuya justificación se deriva de su especial vulnerabilidad y de su natural dependencia de otras personas. Con base en ambas consideraciones la Convención sobre los Derechos del Niño por primera vez transforma sus necesidades en derechos, situando en primer plano su tutela y defensa no sólo jurídica, sino también política y social. Los pilares indiscutibles de la Convención, a los efectos que aquí interesan, son el artículo 3.1 que regula el principio del interés superior del menor, y el artículo 12 que regula el derecho del niño a expresar su opinión. De su correcta relación se deriva que para adoptar una decisión en interés del niño, se exige que éste haya manifestado su opinión. Es necesario un amplio conocimiento de ambos principios con el fin de promover su aplicación y garantizar su interpretación de acuerdo con el espíritu de la Convención. Ese cometido no está exento de obstáculos, y aunque el Comité de los Derechos del Niño se haya erigido como el máximo baluarte de su correcta aplicación, no existen mecanismos legales que obliguen a los Estados parte a su cumplimiento.
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